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IV- LA “BANDA DE LA COCINILLA”
Y termino este interminable relato contando la última visita a Vitoria (en el fin de semana del 16 al 18 de Noviembre) en la que asistí en directo a algo, que ya conocía sobradamente por referencias, que fue lo que originó toda este enorme chorro anterior de recuerdos y en el que aparece el tema, que decía al principio, de que es posible subir un montón de veces la misma montaña resultando siempre distinto (ya se sabe, de todas formas, que “nadie se baña dos veces en el mismo río”).
Comenzamos bien, el viernes por la noche, en la que lo único que quizá sobró fue el último orujo, y siguiendo el sábado con una comida de los viejos (en el buen sentido de la palabra) sherpas y nuestras mujeres en “La Vasca”, de Miranda de Ebro (un tradicional restaurante más antiguo que nosotros):

Y al día siguiente, domingo, a partir de las siete de la mañana (en realidad un cuarto de hora antes, porque hay un cuidado extremo con la puntualidad, que se cultiva con frases como: “La tolerancia para la hora de quedada es: desde menos lo que se quiera, hasta más cero, porque una vez que ha pasado la hora ya no vuelve a ser la hora nunca más”) comienza a desarrollarse un ritual, una liturgia y unas ceremonias que se repiten escrupulosamente domingo tras domingo.
Para dar una idea rápida de en qué consiste el asunto, diré que varios de aquellos viejos sherpas (más habitualmente, tres: Javi, Patxi y Jose), que hemos visto en fotos anteriores (y en “batallas” de los Picos), hacen algo que muchos podrían considerar insólito: subir casi todos los domingos del año (parece que hay un objetivo de un mínimo de 40 domingos) al mismo monte, el Palogán, uno de los 10 de la “Mayada”. Por supuesto, haga frío o calor, o llueva o nieve, ... (hay que recordar aquello de: "- Javi, está nevando”, “- ¡¡¡¿Yyyyyyy?!!!”).
Comencemos con los detalles:
A las siete (menos lo que se quiera) de la mañana (esta vez tocó de noche, a menos cuarto y a bajo cero), concentración de coches en las afueras de Vitoria y reunión en uno de ellos para ir al pueblecillo de Ullívarri de los Olleros (esta primera ceremonia, vista por alguien ajeno, resultaría bastante sospechosa: tres o cuatro coches reuniéndose en un sitio solitario a una hora intempestiva, y varios individuos, medio enmascarados, transportando bultos a uno de los coches que, a continuación sale rápidamente).
Una vez aparcado el coche en el pueblo, botas de pocero en los pies, guantes, gorros, mochilas al hombro, linternas y/o frontales (esta vez) y ¡salida! (me recordó, agradablemente, la alucinante salida matinal de Gouter para el Mont Blanc).
El recorrido comienza a elevarse por un camino, cómodamente tapizado de hojas, entre unos hayedos, que se intuyen en la oscuridad, y que en primavera y otoño deben estar preciosos. Por la poca luz, no pude hacer la primera foto hasta bastante tiempo después (y aún salió movida):

Se llega a un primer alto y se comienza a abrir el horizonte y a hacer la luz (lo llaman el “Pal Color”):

A partir de ahí se continúa por una suave cresta, con Vitoria, en su llanada, a la derecha y el Gorbea, ya con su gorro blanco, al fondo:

Haciendo cima en el Palogán (¡qué “Mayadas” aquellas...!):


Una vez echadas unas miradas (que llegaron hasta la Sierra de la Demanda con su San Lorenzo), otra vez para abajo, siguiendo una dirección distinta y con el Pal Color del sol acentuándose:

Se atraviesa (con una paz sólo turbada por el metralleteo de un puesto de cazadores) un precioso bosque de hayas (me imagino lo bonito que debe estar en las distintas estaciones):



y se llega al sitio preciso de “La Cocinilla” (el grupo se da a sí mismo el nombre de “La Banda de La Cocinilla”, por lo que se verá a continuación):

En ese momento comienza una actividad frenética en la que cada uno del grupo sabe exactamente lo que tiene que hacer: uno saca un trébede de no sé dónde y va organizando los preparativos de un fueguecillo, otro corta leña, otro corta pan, ... (parece ser que cuando falta alguno se produce alguna descoordinación, por eso hay objetivos de mejorar la polivalencia). (Para los susceptibles respecto al fuego, diré que hay unos protocolos muy estrictos de seguridad, avalados por la experiencia, que no vamos a detallar aquí). Cuando llueve, incluso hay un toldo, que se sujeta a las ramas de las hayas:

Hay que decir también (casi no debería revelarlo) que existe un pequeño zulo, con algunas cosas básicas. Debo advertir a posibles depredadores, irrespetuosos con el medio, que la expoliación o, mejor, profanación de este zulo no les aportaría ningún beneficio apreciable:

La liturgia continúa con la aparición de una sartén sobre la que echan unas “chulas” (¿o txulas?, así las llaman) que no son otra cosa que lonchas de panceta, y que se colocan al fuego sobre el trébede. Mientras, otro de la banda saca grasa solidificada de otros días (la que se produce al freir las chulas) de un bote y la unta sobre una piedra (se aprecia en la esquina inferior izquierda de la siguiente foto). Estos tres, que forman ya parte de la fauna de aquél bosque, al que están más adaptados que los jabalíes, han descubierto un método para reciclar la grasa: parece ser que un zorro se la come de la piedra (desconozco cómo saben que es un zorro). Parece ser también que dicho zorro se lo agradece a veces cagando sobre la piedra (quizá lo sepan por esa pista):

Detalle del fuego, del trébede, de la sartén y de las chulas:

Cuando están en su punto (lo dice el experto), se van atrapando las chulas entre dos trozos de pan (ya cortados antes) y se da buena cuenta de ellas. ¡Están buenísimas, con un Rioja que sale de no sé dónde!:

Después aparece el insustituible café (éste vi que lo traía uno de los sherpas ¡calentito! en un termo, al que se bautiza con unes pingarates de orujo). Una vez terminado el café se continúa con el consumo, moderado, de orujo a palo seco. Entonces llega el momento de las confidencias, favorecidas por el café y el orujo (en esta ocasión trataron sobre cómo varios de nosotros dejamos de cazar después de traumáticos asesinatos de aves):

La escena recuerda a aquellas secuencias de películas del Oeste en que había un grupillo de vaqueros con un pote con café y un bote de alubias sobre el fuego. De hecho, es habitual que se cante allí (lo hicimos también esta vez) “La estrella errante”, de “La leyenda de la Ciudad Sin Nombre”. Sólo faltó un vaquero descabalgando para pasarle el pote con el café:

Y, después de cumplir los últimos ritos: verter la grasa en el bote, recoger el trébede y demás y los protocolos finales de seguridad; se reinicia la bajada, con el cuerpo en su punto, pasando junto al “Árbol del Lego” (su nombre proviene de otra anécdota que no contaremos ya):

Por tierras de cultivo heladas, en una preciosa mañana:

se llega al pueblecillo de Oquina, de la “Mayada”:

Se toma durante un trocito una carreterilla.
Aunque parezcan los Tres Mosqueteros (y D’Artaganan haciendo la foto), en realidad son ¡“La Banda de la Cocinilla”!:

Aún resta otro precioso camino, de nuevo por bosque, que va durante un rato al lado de un riachuelo:


por el que se llega de nuevo al pueblo de Ullívarri de los Olleros (tengo otro par de fotos, pero todavía sin revelar).
Y, finalmente, recuperación del resto de los coches y llegada a casa de cada uno a las 11 h., listos para lo que haya que hacer con la familia.
No sé si se habrá llegado a entender cómo se puede repetir casi todos los domingos. Yo creo que llegué a entenderlo.
Y con esto termina definitivamente esta historia tan larga y tan especial (para mi). Tengo grandes dudas de su interés para alguien no implicado en ella (pero, al menos, sé que tengo unos seis lectores asegurados).
Perdonad si el relato me ha salido a veces algo sensiblero. Ya sabéis que con la edad la lágrima se vuelve más fácil. De todas formas, considero que es una suerte poder volver a parecerse uno en algo otra vez a un niño. Y las cosas que se sienten, si no se cuentan, para los demás es como si no se sintieran.
Creo que no hará falta decir a quiénes se lo dedico ni decir tampoco todos sus nombres. Como escribió Vidal una vez: “ELLOS SABEN QUIÉNES SON”.
Saludos.