Treinta días, un invierno. Primera parte.
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Aquí tiene las normativas generales. Por favor respételas y, entre todos, conseguiremos un foro mejor organizado.
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Treinta días, un invierno. Primera parte.
Hace cinco días que apenas puedo dormir y esto, unido al frío intenso que todo lo muerde y la soledad están empezando a hacer mella en mi.
Pero nada de esto comparado con el ruido feroz, el estruendo amonótono de esa fuerza intocable y pavorosa que me crispa, me intimida, me trastorna, el viento.
La radio a todo volumen no es más que un lejano matiz, y mis gritos apenas una mueca, nada es capaz de vencer al viento, que golpea incansablemente mi ilógico refugio, atado a las rocas que componen estas montañas.
Los cables que sujetan mi hogar a la Tierra, otro día me parecieron excesivos, ahora me resultan unos leves hilos de araña que la tormenta amenaza con romper.
La cubierta metálica de mi refugio está deformada en su lado norte. Me habían dicho que era por los golpes de viento y me pareció difícil de creer. Ahora lo que no creo es que esto siga en su sitio una hora mas.
Mientras intento dormir, todo retiembla, mi cama, la mesa, todo golpetea arítmicamente.
Estoy sólo, a diecisiete kilómetros del lugar habitado más cercano pero sobretodo, lo que me separa, son los mil quinientos metros de desnivel, los diez grados bajo cero, los ciento veinte kilómetros por hora del aire y los dos metros de nieve del exterior.
Pienso que ahora, con el teleférico en obras, Cabaña Verónica es el lugar habitado permanentemente más alejado de la civilización de este país.
Hace tres días que sólo como pasta con cebolla y desayuno una mezcla de nieve derretida, nescafé y maizena.
Estoy atrapado en medio de una ventisca que parece ser eterna.
La última vez que bajé a por víveres salí de noche, a las seis de la mañana, amaneció al lanzarme por la Jenduda, paré donde nace el agua de la cascada de Fuente Dé. En caliente, y sin ropa, aproveché para refrescarme entre esquirlas de hielo. Continué hasta Espinama donde llené la mochila. Sin parar emprendí el regreso llegando a Cabaña con las últimas penumbras antes de la oscuridad.
Ahora, con dos metros de nieve fresca, ¿cómo voy a bajar?
El tiempo pasa y me sumo en un sueño profundo. A las dos de la mañana me levanto como un resorte. No hay ruido, no hay viento, no nieva. Salgo afuera y la luna ilumina un paisaje que parece de otro planeta. El horizonte es una plateada silueta de cumbres. Una luz interrumpe la penumbra en la lejanía, como una explosión congelada. Es Burgos, tan cerca, tan lejos.
Decido inmediatamente intentar bajar al amanecer y me vuelvo al saco.
Son las ocho de la mañana y estoy hundido hasta el cuello en una masa inconsistente.
Cristales de luz cegadora se arremolinan a mi alrededor, impulsados por un viento suave, como curiosos ante un ser que no pertenece a este lugar.
Me siento ridículo mientras miro hacia atrás y contemplo una dubitativa trinchera que como una fractura une el refulgente refugio y mi persona. Estoy en la base de Horcados Rojos y he tardado dos horas en alcanzar este punto.
Me doy la vuelta como puedo y emprendo el regreso. Es evidente que hoy no voy a comer decentemente y empiezo a preocuparme.
Estoy de nuevo en la lata que conforma mi hogar, sólo que mojado, frío, cansado y más hambriento. Me siento al sol, que por lo menos calienta.
Mi aburrido cerebro repasa torpemente las circunstancias que me han llevado a estar aquí y ahora.
Pero nada de esto comparado con el ruido feroz, el estruendo amonótono de esa fuerza intocable y pavorosa que me crispa, me intimida, me trastorna, el viento.
La radio a todo volumen no es más que un lejano matiz, y mis gritos apenas una mueca, nada es capaz de vencer al viento, que golpea incansablemente mi ilógico refugio, atado a las rocas que componen estas montañas.
Los cables que sujetan mi hogar a la Tierra, otro día me parecieron excesivos, ahora me resultan unos leves hilos de araña que la tormenta amenaza con romper.
La cubierta metálica de mi refugio está deformada en su lado norte. Me habían dicho que era por los golpes de viento y me pareció difícil de creer. Ahora lo que no creo es que esto siga en su sitio una hora mas.
Mientras intento dormir, todo retiembla, mi cama, la mesa, todo golpetea arítmicamente.
Estoy sólo, a diecisiete kilómetros del lugar habitado más cercano pero sobretodo, lo que me separa, son los mil quinientos metros de desnivel, los diez grados bajo cero, los ciento veinte kilómetros por hora del aire y los dos metros de nieve del exterior.
Pienso que ahora, con el teleférico en obras, Cabaña Verónica es el lugar habitado permanentemente más alejado de la civilización de este país.
Hace tres días que sólo como pasta con cebolla y desayuno una mezcla de nieve derretida, nescafé y maizena.
Estoy atrapado en medio de una ventisca que parece ser eterna.
La última vez que bajé a por víveres salí de noche, a las seis de la mañana, amaneció al lanzarme por la Jenduda, paré donde nace el agua de la cascada de Fuente Dé. En caliente, y sin ropa, aproveché para refrescarme entre esquirlas de hielo. Continué hasta Espinama donde llené la mochila. Sin parar emprendí el regreso llegando a Cabaña con las últimas penumbras antes de la oscuridad.
Ahora, con dos metros de nieve fresca, ¿cómo voy a bajar?
El tiempo pasa y me sumo en un sueño profundo. A las dos de la mañana me levanto como un resorte. No hay ruido, no hay viento, no nieva. Salgo afuera y la luna ilumina un paisaje que parece de otro planeta. El horizonte es una plateada silueta de cumbres. Una luz interrumpe la penumbra en la lejanía, como una explosión congelada. Es Burgos, tan cerca, tan lejos.
Decido inmediatamente intentar bajar al amanecer y me vuelvo al saco.
Son las ocho de la mañana y estoy hundido hasta el cuello en una masa inconsistente.
Cristales de luz cegadora se arremolinan a mi alrededor, impulsados por un viento suave, como curiosos ante un ser que no pertenece a este lugar.
Me siento ridículo mientras miro hacia atrás y contemplo una dubitativa trinchera que como una fractura une el refulgente refugio y mi persona. Estoy en la base de Horcados Rojos y he tardado dos horas en alcanzar este punto.
Me doy la vuelta como puedo y emprendo el regreso. Es evidente que hoy no voy a comer decentemente y empiezo a preocuparme.
Estoy de nuevo en la lata que conforma mi hogar, sólo que mojado, frío, cansado y más hambriento. Me siento al sol, que por lo menos calienta.
Mi aburrido cerebro repasa torpemente las circunstancias que me han llevado a estar aquí y ahora.
Las olas del corazón no estallarían en tan bellas espumas, ni se convertirían en espíritu, si no chocaran con el destino, esa vieja roca muda.
Friedrich Hölderlin
Friedrich Hölderlin
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Hunter, tu relato me hace sentir "el ruido feroz, el estruendo amonótono de esa fuerza intocable y pavorosa que me crispa, me intimida, me trastorna, el viento.."
...... y que, al mismo tiempo, me atrae, me seduce, me embriaga los sentidos hasta el punto de tentarme hacia el exilio y a cambiar mi confortable piso de protección pública por un exiguo refugio a merced de las nieves y los vientos.
¿O no esa la incertidumbre que late en el corazón del montañero?
...... y que, al mismo tiempo, me atrae, me seduce, me embriaga los sentidos hasta el punto de tentarme hacia el exilio y a cambiar mi confortable piso de protección pública por un exiguo refugio a merced de las nieves y los vientos.
¿O no esa la incertidumbre que late en el corazón del montañero?
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Treinta días, un invierno. Segunda parte.
Fue en los días de Carnaval, en pleno invierno, que después de acompañar a unos amigos unos cientos de metros después de dormir en el abandonado Casetón de Andara me despedí y me lancé a la para mi desconocida Canal del Jierro. Fue una bajada de incertidumbres, teniendo que remontar desnivel varias veces y destrepando resaltes de hielo.
Dormí en una cuadra de las Vegas de Sotres y al día siguiente continué hacia Aliva.
Llegué a Cabaña Verónica agotado y deshidratado.
Un carbonizado guarda me recibió secamente, pero con respeto.
“¿Por qué no has subido por la ruta de invierno?”, fue lo primero que me espetó.
Fueron días de ascensiones por nieve y roca con un tiempo increíble. El último, Mariano me convenció para ascender al Tesorero a ver la puesta de sol. Ese día ya había estado en Peña Vieja, Torres de Santa Ana y Horcados Rojos pero la idea era sugestiva.
El rostro de Mariano, incendiado en rojo por los últimos rayos que el sol emanaba antes de ocultarse tras el Llambrión compone una imagen indeleble en mis recuerdos. Detrás de él, el Urriellu parecía estar en plena incandescencia.
La emisora interrumpe mis pensamientos. Es Mateos, el sargento de Potes. Llama para preguntar que tal me va, pues con la nevada se imaginan como está la cosa.
Le comento así como anécdota el estado de mi despensa y como respuesta me hace darle la lista de la compra. Me dice que al día siguiente me suben el material y así hacen algo de ejercicio.
Me siento un poco apabullado por tal conducta, pero tremendamente agradecido.
De todas maneras no sé cómo van a llegar con esa nieve.
El sol brilla y calienta y mi piel absorbe toda esa energía. Necesito tostarme, quemarme incluso, es como una venganza al frío.
Cavo una gran cueva de nieve orientada al sur y me paso el día al sol.
Al día siguiente me levanto con las primeras luces del horizonte. El frío intenso ha congelado mis botas de cuero a pesar de que las he utilizado como almohada.
Salgo afuera y compruebo que el sol de ayer y la helada de anoche han hecho su trabajo.
No lo pienso más y me lanzo hacia abajo dando grandes saltos por encima de lo que ayer fue mi profundo esfuerzo. Hoy es otro mundo, apenas consigo dejar doce pequeños agujeros a cada zancada. La inactividad de estos días me dispara corriendo pendiente abajo al encuentro de siete potentes porteadores.
Los alcanzo en la Horcadina pero no me dejan cargar con nada, así que me limito a acompañarles marcándoles el itinerario por la huella de invierno.
Me han subido casi cien kilos de víveres. No recuerdo haber visto tanta comida junta ¡y toda para mí!.
Intento invitarles a algo pero renuncian alegando que ellos ya comerán bien abajo, que reserve para lo que me queda.
Marchan y me quedo con mi sol y mis montañas. Siento como si llevase aquí toda una vida. Y la verdad es que llevo meses por aquí. Después de un verano de porteos en Collado Jermoso me pareció un buen final de temporada pasar aquí un mes, pero este Octubre está cebándose con mis expectativas, pues el invierno ha aparecido prematuramente este año.
Hoy vuelve a amanecer despejado, pero es Sábado. Esto quiere decir que subirá gente.
Hoy es día de cafés, preguntas, explicaciones, bromas y conversaciones varias.
Al final del día abro huella hasta la pala norte de Tiros de Casares a unos que van a Jermoso sin crampones. Me vuelvo pero quedo intranquilo.
Finalmente llegan y duermen 9 personas en este reducto lo cuál me incomoda. Demasiado tiempo sólo. El cambio es muy brusco, no puedo ser sociable y solitario y llevar bien ambas cosas. Necesito adaptación.
Al día siguiente, Domingo, este grupo quiere ir tambien a Jermoso. Yo les explico las complicaciones de tamaña empresa y les conmino a que desistan. Ellos insisten y les explico el itinerario, pero después de la helada nocturna la nieve está peor que ayer.
Salen tarde, pero mi huella del día anterior les facilita la progresión.
Llevan tienda y cuentan con dormir por el camino si no les da tiempo.
Yo les sigo con los prismáticos y espero verles subir el paso de Casares. Al final del día y con el tiempo empeorando, veo entre nieblas cómo uno sube con facilidad al collado, luego le sigue otro, y se cierra de niebla. Ya no despejará y encima se echa la oscuridad de la noche.
Dormí en una cuadra de las Vegas de Sotres y al día siguiente continué hacia Aliva.
Llegué a Cabaña Verónica agotado y deshidratado.
Un carbonizado guarda me recibió secamente, pero con respeto.
“¿Por qué no has subido por la ruta de invierno?”, fue lo primero que me espetó.
Fueron días de ascensiones por nieve y roca con un tiempo increíble. El último, Mariano me convenció para ascender al Tesorero a ver la puesta de sol. Ese día ya había estado en Peña Vieja, Torres de Santa Ana y Horcados Rojos pero la idea era sugestiva.
El rostro de Mariano, incendiado en rojo por los últimos rayos que el sol emanaba antes de ocultarse tras el Llambrión compone una imagen indeleble en mis recuerdos. Detrás de él, el Urriellu parecía estar en plena incandescencia.
La emisora interrumpe mis pensamientos. Es Mateos, el sargento de Potes. Llama para preguntar que tal me va, pues con la nevada se imaginan como está la cosa.
Le comento así como anécdota el estado de mi despensa y como respuesta me hace darle la lista de la compra. Me dice que al día siguiente me suben el material y así hacen algo de ejercicio.
Me siento un poco apabullado por tal conducta, pero tremendamente agradecido.
De todas maneras no sé cómo van a llegar con esa nieve.
El sol brilla y calienta y mi piel absorbe toda esa energía. Necesito tostarme, quemarme incluso, es como una venganza al frío.
Cavo una gran cueva de nieve orientada al sur y me paso el día al sol.
Al día siguiente me levanto con las primeras luces del horizonte. El frío intenso ha congelado mis botas de cuero a pesar de que las he utilizado como almohada.
Salgo afuera y compruebo que el sol de ayer y la helada de anoche han hecho su trabajo.
No lo pienso más y me lanzo hacia abajo dando grandes saltos por encima de lo que ayer fue mi profundo esfuerzo. Hoy es otro mundo, apenas consigo dejar doce pequeños agujeros a cada zancada. La inactividad de estos días me dispara corriendo pendiente abajo al encuentro de siete potentes porteadores.
Los alcanzo en la Horcadina pero no me dejan cargar con nada, así que me limito a acompañarles marcándoles el itinerario por la huella de invierno.
Me han subido casi cien kilos de víveres. No recuerdo haber visto tanta comida junta ¡y toda para mí!.
Intento invitarles a algo pero renuncian alegando que ellos ya comerán bien abajo, que reserve para lo que me queda.
Marchan y me quedo con mi sol y mis montañas. Siento como si llevase aquí toda una vida. Y la verdad es que llevo meses por aquí. Después de un verano de porteos en Collado Jermoso me pareció un buen final de temporada pasar aquí un mes, pero este Octubre está cebándose con mis expectativas, pues el invierno ha aparecido prematuramente este año.
Hoy vuelve a amanecer despejado, pero es Sábado. Esto quiere decir que subirá gente.
Hoy es día de cafés, preguntas, explicaciones, bromas y conversaciones varias.
Al final del día abro huella hasta la pala norte de Tiros de Casares a unos que van a Jermoso sin crampones. Me vuelvo pero quedo intranquilo.
Finalmente llegan y duermen 9 personas en este reducto lo cuál me incomoda. Demasiado tiempo sólo. El cambio es muy brusco, no puedo ser sociable y solitario y llevar bien ambas cosas. Necesito adaptación.
Al día siguiente, Domingo, este grupo quiere ir tambien a Jermoso. Yo les explico las complicaciones de tamaña empresa y les conmino a que desistan. Ellos insisten y les explico el itinerario, pero después de la helada nocturna la nieve está peor que ayer.
Salen tarde, pero mi huella del día anterior les facilita la progresión.
Llevan tienda y cuentan con dormir por el camino si no les da tiempo.
Yo les sigo con los prismáticos y espero verles subir el paso de Casares. Al final del día y con el tiempo empeorando, veo entre nieblas cómo uno sube con facilidad al collado, luego le sigue otro, y se cierra de niebla. Ya no despejará y encima se echa la oscuridad de la noche.
Las olas del corazón no estallarían en tan bellas espumas, ni se convertirían en espíritu, si no chocaran con el destino, esa vieja roca muda.
Friedrich Hölderlin
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