Siempre he sido supersticioso. El día que emprendimos la marcha al Pico de Curavacas, me acordé de las leyendas de su pozo, que brama en las noches de tormenta. Recordé los libros leídos que escribió Díaz Caneja sobre las leyendas de las cumbres palentinas, y en aquel momento el monte tenía para mí una especie de maleficio.
Llegamos a Hoya Cotinua fatigadísimos. Acampamos en el Pozo del Ves. Buscamos un prado bastante horizontal y en un santiamén, plantamos las tiendas que habían de albergarnos durante dos noches. Una niebla espesísima nos impedía ver más allá de las narices del compañero. Antes de acampar, se acercó a nosotros un pastor con un mastín del tamaño de un oso y la cabeza como un ternero. El pastor lanzó el ¡ Yuju!— grito peculiar de nuestra montaña. Anochecía ya, cuando otro camarada y yo le dijimos que queríamos ver al Sr. Vicente
—En un par de zancadas _nos respondió— les llevo yo al «Chozu» que está allá, tras las calizas.
Llamó al perro, y nos pusimos en marcha. El par de zancadas, resultó ser de media hora de camino, y encima tuvimos que apresurar el paso para seguirle.
Llegamos con la lengua fuera a una roca de unos seis metros de altura. El pastor se paró y mirándonos, dijo:
—Aquí es.
Pero por más que miramos no vimos, chozo por ninguna parte.
De pronto, en el silencio surgió el ladrido de unos perros y una voz que llamaba a los mastines, pues corrían hacia nosotros.
El pastor lanzó el ¡Yuju!, al que contestó un hombre que no vimos, por la espesa niebla.
Nos acercamos más a la roca y vimos a un hombre que nos saludó con un "buenas noches nos dé Dios"; y dirigiéndose al pastor, dijo:
—¿Qué te trae por este "pago"?
—Aquí vengo con estos señores a ver a Vicente.
—Pasen Vdes. y esperen, que está atropando el ganado.
Callaron y nosotros empezamos a curiosear todo cuanto podíamos ver.
El "Chozu", era una roca enorme, en forma de nicho. La mano del hombre había arreglada aquella obra de la naturaleza para servir de habitación.
Parecía una cueva de esas que los papás hacen en los Belenes para allí colocar al pastorcito de arcilla.
Una hoguera que apenas iluminaba los rostros servía para
que en una sartén churriasen un par de torreznos, que esparcían su tufillo peculiar.
Al lado de la sartén, un pucherillo de barro con alubias. Al fondo, un gran camastro hecho con tablas, y por colchón unos haces de heno. Colgados de una cuerda un par de camisas y unos calcetines gordos de lana negra. En diferentes salientes de la roca, a modo de estantería, unas cazuelas de barro, un zurrón de lana de merina y un cuerno grande que usan los pastores para beber leche.
Todos callábamos, cada cual sumido en sus reflexiones. Mi compañero y yo nos mirábamos de vez en cuando, como diciéndonos si era posible que todo lo que veíamos existiese.
El único ruido perceptible era
el sonar de los cencerros y el agua de una pequeña cascada que cantaba al lado de las rocas.
Sin darnos cuenta apareció Vicente.

Era un tipo de verdad raro. Se tocaba con un sombrero que es muy posible que tuviese cincuenta años por lo mugriento. Vestía una especie de buzo, que se ceñía con un cinto anchísimo, y calzaba unas coricias que nosotros llamamos chátaras. La cara y las manos más secas que el abadejo, y la piel tenía un color rojizo.
Nos saludó y se sentó al calor de la hoguera. Y empezamos una charla (que no pasó de monosílabos y palabras cortas por parte del Sr. Vicente) preguntándole una serie de cosas, que al saberlas nos asombraron.
El "Chozu" —nos dijo— lo arregló su abuelo, siguió en él su padre apacentando los rebaños, y Vicente llegó a él a los nueve años, cuando su padre creyó que era oportuno abandonar el valle. Y desde los nueve años, Vicente ha visto caer las primeras nieves sobre las rocas sombrías del Curavacas, ha visto desfilar las merinas hasta la meseta, ha visto zozobrar la barca que en un asno llevaron hasta el pozo para navegar por él. Ha visto cómo sus aguas negras se tragaron un excursionista.
Vicente al contarnos todo esto, mira fijamente las brasas que ya apenas dan llama. Su rostro tiene un resplandor rojizo como el de los duendes de los barrancos y las cortadas. Vicente es la montaña.
Nunca dejará este puerto. El, está tranquilo al lado del pozo, aunque sabe que brama, que se encrespa y que ruge, aunque él sabe que muchos no lo creen. Pero Vicente lleva 46 años en, el "Chozu" y conoce la manera de ser de la "peña", porque la "peña" le ha comunicado sus secretos. El pozo le respeta y a él, a Vicente no le brama.
Vicente nos mira como extraños que turbamos la paz y el silencio de las cumbres. Vicente es como una roca y le molesta que hollemos con nuestra claveteada bota la montaña que a él solo le pertenece. Porque las rocas sólo quieren ser pisadas por la pezuña del ágil rebeco, o por las garras del águila, que apenas las posa para remontar el vuelo.
Vicente calla, porque —cosa rara en él— hoy se expansionó demasiado. Retira la sartén del fuego, y vuelca el puchero sobre una pequeña fuente. Saca un pan negro y duro que parte con un cuchillo; y empieza a cenar sus alubias, sirviéndose de una cuchara de palo.
Nosotros nos levantamos; nos despedimos con un "que descansen" y marchamos subiendo el repecho hasta nuestro campamento.
Durante el camino ninguno de los dos hablamos. Pienso tan sólo en Vicente. Un ejemplar raro en los tiempos que vivimos.
Vicente en su "Chozu", soltero, solitario y amigo del Cura-vacas, es como una réplica en nuestro siglo. Es una réplica eterna, porque Vicente no muere. No puede morir porque entonces dejaría de existir lo naturalmente bello, primitivo y salvaje.
Aquella noche, yo no dormí.
9 DE FEBRERO DE 1954
Mario Herreros Arconada. (Unidad de Montañeros)